En el mundo andino la sacralidad se expresa en las wakas, fuerzas sobrenaturales que configuran sitios, objetos sagrados y hasta personas, donde la fuerza de la pacha, la tierra, se expresa de diversas formas, como piedra, agua, tierra, o como divinidades, pero sobre todo son ordenadores macro y micro espaciales que dibujan y establecen una geografía sagrada (Cruz, 2009; Méncias, 2009; Pimentel, 2009). Toda waka tiene una fuerte relación con el culto a los antepasados, pero al mismo tiempo es un lugar de concentración de poder y energía, que puede ser natural o también creado por un hombre o una mujer de amplio conocimiento, por lo que no sólo remite al pasado sino también al ejercicio actual de resignificación del espacio desde sus usos y apropiaciones por una colectividad.
En esta construcción de sacralidad, diversos cerros fueron considerados sagrados por contener wakas o por ser una (Cruz, 2009). Los cerros no sólo son considerados deidades sino también como abuelos (Martínez, 1983), ampliando así la parentela de una comunidad a la colectividad de wakas. Es así que una comunidad aymara o quechua, un ayllu, se vivencia como la agrupación de parientes jaqui o runa (personas), parientes chacras, parientes sallqa (espíritus) y parientes wakas, que viven en una “casa” o pacha (tierra) que los protege. Por ello cuando una comunidad está de fiesta, lo están también sus animales, plantas, cerros y muertos. A su vez, y en relación al principio chacha-warmi (hombre-mujer), todas las entidades son parte del sistema sexo-género, por lo que existen cerros machos y cerros hembras (Rengifo, 1996).
Los cerros, abuelos, antepasados protectores de los pueblos, llamados achachilas, junto a las montañas tutelares, los Apu, dibujan esta sacralidad plasmada en el territorio (Cruz, 2009), vinculando naturaleza, fertilidad y fenómenos meteorológicos con el orden cosmogónico (Vitry, 2007). En esta organización territorial los Apu son los guardianes mayores, que cumplen esa función dada su altura y por su cercanía al Tata Inti (padre sol), y los achachilas son los cerros más bajos o hermanos menores, protectores de las comunidades locales, donde habitan y recuerdan a sus ancestros (San Ramón, el cerro Provincia, El Abanico, la Punta de Dama, entre muchos otros).
El valle central, así como todo el cordón de la Cordillera de Los Andes, refleja esta dinámica de sacralización, tanto en el pasado como hoy; es así que en la región metropolitana podemos encontrar wakas-cerros como el Chena, achachilas como el cerro Blanco (Wechuraba) y Renca, y Apu como el cerro El Plomo.
Hace varios años tanto en cerro Blanco como en el Chena diversas organizaciones han recuperado estos espacios, como una manera tanto de defensa de su condición histórica de zonas sagradas, como para su conformación actual como lugares de encuentro.
El cerro Chena, como bien se señala anteriormente, ha sido reconocido como patrimonio indígena ancestral a través de una serie de hallazgos arqueológicos que darían cuenta de su condición de waka, tanto por los materiales que ahí se encuentran, su configuración en forma de puma, como por su direccionalidad hacia el Apu El Plomo y en directa relación a los solsticios y equinoccios, estructura similar a la que nos encontramos en Cusco, eje y ombligo del Tawantinsuyu. El Centro de Estudios Andinos Pucara ha sido la principal organización que ha generado diversas políticas de protección y resguardo de esta zona, además de organizaciones como Jacha Marka, organización aymara y quechua, y la comunidad Santiago Marka. Al igual que en cerro Blanco, se realizan actividades como la celebración del Anata, el Inti Raymi y la fiesta de Difuntos o Todas Almas, destacando la festividad de la Chakana o Cruz de Mayo, donde más de veinte agrupaciones de danza, específicamente de tinku, celebran el cénit de la cruz del sur, momento en que se encontraría en una posición vertical respecto del observador, y que diversos pueblos indígenas de nuestro hemisferio asociaron esta situación con la apertura de un portal de conexión entre lo celestial y lo terrenal.
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En el mundo andino la sacralidad se expresa en las wakas, fuerzas sobrenaturales que configuran sitios, objetos sagrados y hasta personas, donde la fuerza de la pacha, la tierra, se expresa de diversas formas, como piedra, agua, tierra, o como divinidades, pero sobre todo son ordenadores macro y micro espaciales que dibujan y establecen una geografía sagrada (Cruz, 2009; Méncias, 2009; Pimentel, 2009). Toda waka tiene una fuerte relación con el culto a los antepasados, pero al mismo tiempo es un lugar de concentración de poder y energía, que puede ser natural o también creado por un hombre o una mujer de amplio conocimiento, por lo que no sólo remite al pasado sino también al ejercicio actual de resignificación del espacio desde sus usos y apropiaciones por una colectividad.
En esta construcción de sacralidad, diversos cerros fueron considerados sagrados por contener wakas o por ser una (Cruz, 2009). Los cerros no sólo son considerados deidades sino también como abuelos (Martínez, 1983), ampliando así la parentela de una comunidad a la colectividad de wakas. Es así que una comunidad aymara o quechua, un ayllu, se vivencia como la agrupación de parientes jaqui o runa (personas), parientes chacras, parientes sallqa (espíritus) y parientes wakas, que viven en una “casa” o pacha (tierra) que los protege. Por ello cuando una comunidad está de fiesta, lo están también sus animales, plantas, cerros y muertos. A su vez, y en relación al principio chacha-warmi (hombre-mujer), todas las entidades son parte del sistema sexo-género, por lo que existen cerros machos y cerros hembras (Rengifo, 1996).
Los cerros, abuelos, antepasados protectores de los pueblos, llamados achachilas, junto a las montañas tutelares, los Apu, dibujan esta sacralidad plasmada en el territorio (Cruz, 2009), vinculando naturaleza, fertilidad y fenómenos meteorológicos con el orden cosmogónico (Vitry, 2007). En esta organización territorial los Apu son los guardianes mayores, que cumplen esa función dada su altura y por su cercanía al Tata Inti (padre sol), y los achachilas son los cerros más bajos o hermanos menores, protectores de las comunidades locales, donde habitan y recuerdan a sus ancestros (San Ramón, el cerro Provincia, El Abanico, la Punta de Dama, entre muchos otros).
El valle central, así como todo el cordón de la Cordillera de Los Andes, refleja esta dinámica de sacralización, tanto en el pasado como hoy; es así que en la región metropolitana podemos encontrar wakas-cerros como el Chena, achachilas como el cerro Blanco (Wechuraba) y Renca, y Apu como el cerro El Plomo.
Hace varios años tanto en cerro Blanco como en el Chena diversas organizaciones han recuperado estos espacios, como una manera tanto de defensa de su condición histórica de zonas sagradas, como para su conformación actual como lugares de encuentro.
El cerro Chena, como bien se señala anteriormente, ha sido reconocido como patrimonio indígena ancestral a través de una serie de hallazgos arqueológicos que darían cuenta de su condición de waka, tanto por los materiales que ahí se encuentran, su configuración en forma de puma, como por su direccionalidad hacia el Apu El Plomo y en directa relación a los solsticios y equinoccios, estructura similar a la que nos encontramos en Cusco, eje y ombligo del Tawantinsuyu. El Centro de Estudios Andinos Pucara ha sido la principal organización que ha generado diversas políticas de protección y resguardo de esta zona, además de organizaciones como Jacha Marka, organización aymara y quechua, y la comunidad Santiago Marka. Al igual que en cerro Blanco, se realizan actividades como la celebración del Anata, el Inti Raymi y la fiesta de Difuntos o Todas Almas, destacando la festividad de la Chakana o Cruz de Mayo, donde más de veinte agrupaciones de danza, específicamente de tinku, celebran el cénit de la cruz del sur, momento en que se encontraría en una posición vertical respecto del observador, y que diversos pueblos indígenas de nuestro hemisferio asociaron esta situación con la apertura de un portal de conexión entre lo celestial y lo terrenal.
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