Harvey Gatewood había dado orden de que me llevaran ante él en cuanto yo llegara al edificio, de modo que solo me llevó algo menos de quince minutos recorrer mi camino entre porteros, botones y secretarias, que llenaban la mayor parte de los pasillos por los que anduve, desde la entrada principal del Consorcio Maderero Gatewood hasta el despacho privado del presidente. Era una habitación amplia, toda en caoba, bronce y terciopelo verde, con un escritorio de caoba, grande como una cama, en el centro mismo del cuarto.
Gatewood se inclinó sobre el escritorio y, tan pronto como el obsequioso empleado que me había introducido con una inclinación la repitió para marcharse, comenzó a vociferar:
-¡Anoche raptaron a mi hija! ¡Quiero que me traiga a esa gente aunque me cueste hasta el último centavo!
-Hábleme de lo ocurrido -le sugerí.
Pero, al parecer, Gatewood quería resultados y no preguntas, de modo que malgasté una hora extrayéndole una información que podría haberme dado en quince minutos.
Hombre robusto, parecía un luchador, con cien o más kilos de dura carne roja, y un verdadero zar, desde la parte superior de su cráneo hasta la punta de sus zapatos, que debían ser, por lo menos, del número cuarenta y siete, si es que no se los habían hecho a medida.
Gatewood había acumulado sus muchos millones aporreando a todo aquel que se le cruzara por delante, y la ira que hervía en su interior en ese momento no lo transformaba, ciertamente, en un individuo fácil de tratar.
Su poderosa mandíbula le sobresalía de la cara como un bloque de granito y sus ojos estaban inyectados en sangre… aparte de presentar un estado mental encantador. Durante algunos minutos tuve la sensación de que la Agencia de Detectives Continental estaba a punto de perder un cliente, porque me había prometido a mí mismo que o me decía todo lo que yo quería saber o rompía la baraja.
Hasta que, finalmente, logré sacarle el relato de lo sucedido.
Su hija Audrey había salido de su casa de Clay Street sobre las 7 de la noche anterior; le había dicho a la criada que iba a dar un paseo. La joven no había regresado esa noche, aunque Gatewood no lo supo hasta después de haber leído una carta que recibió por la mañana.
La carta la enviaba alguien que aseguraba haber raptado a la muchacha. Exigía 50,000 dólares para ponerla en libertad y daba instrucciones a Gatewood para que tuviera el dinero preparado, en billetes de cien, de modo que no hubiese demoras en el momento en que se le dijese cómo debía hacer llegar ese dinero a los secuestradores de su hija. Como prueba de que no se trataba de una patraña, en el mismo sobre iban incluidos un mechón del pelo de la chica, un anillo que ella siempre llevaba y una breve nota manuscrita, en la que la joven pedía a su padre que cumpliera lo que sus secuestradores ordenaban
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Harvey Gatewood había dado orden de que me llevaran ante él en cuanto yo llegara al edificio, de modo que solo me llevó algo menos de quince minutos recorrer mi camino entre porteros, botones y secretarias, que llenaban la mayor parte de los pasillos por los que anduve, desde la entrada principal del Consorcio Maderero Gatewood hasta el despacho privado del presidente. Era una habitación amplia, toda en caoba, bronce y terciopelo verde, con un escritorio de caoba, grande como una cama, en el centro mismo del cuarto.
Gatewood se inclinó sobre el escritorio y, tan pronto como el obsequioso empleado que me había introducido con una inclinación la repitió para marcharse, comenzó a vociferar:
-¡Anoche raptaron a mi hija! ¡Quiero que me traiga a esa gente aunque me cueste hasta el último centavo!
-Hábleme de lo ocurrido -le sugerí.
Pero, al parecer, Gatewood quería resultados y no preguntas, de modo que malgasté una hora extrayéndole una información que podría haberme dado en quince minutos.
Hombre robusto, parecía un luchador, con cien o más kilos de dura carne roja, y un verdadero zar, desde la parte superior de su cráneo hasta la punta de sus zapatos, que debían ser, por lo menos, del número cuarenta y siete, si es que no se los habían hecho a medida.
Gatewood había acumulado sus muchos millones aporreando a todo aquel que se le cruzara por delante, y la ira que hervía en su interior en ese momento no lo transformaba, ciertamente, en un individuo fácil de tratar.
Su poderosa mandíbula le sobresalía de la cara como un bloque de granito y sus ojos estaban inyectados en sangre… aparte de presentar un estado mental encantador. Durante algunos minutos tuve la sensación de que la Agencia de Detectives Continental estaba a punto de perder un cliente, porque me había prometido a mí mismo que o me decía todo lo que yo quería saber o rompía la baraja.
Hasta que, finalmente, logré sacarle el relato de lo sucedido.
Su hija Audrey había salido de su casa de Clay Street sobre las 7 de la noche anterior; le había dicho a la criada que iba a dar un paseo. La joven no había regresado esa noche, aunque Gatewood no lo supo hasta después de haber leído una carta que recibió por la mañana.
La carta la enviaba alguien que aseguraba haber raptado a la muchacha. Exigía 50,000 dólares para ponerla en libertad y daba instrucciones a Gatewood para que tuviera el dinero preparado, en billetes de cien, de modo que no hubiese demoras en el momento en que se le dijese cómo debía hacer llegar ese dinero a los secuestradores de su hija. Como prueba de que no se trataba de una patraña, en el mismo sobre iban incluidos un mechón del pelo de la chica, un anillo que ella siempre llevaba y una breve nota manuscrita, en la que la joven pedía a su padre que cumpliera lo que sus secuestradores ordenaban
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