Durante la crisis económica de 1929 miles de personas se quedaron sin empleo y terminaron por suicidarse. Se suicidaron en parte por no tener trabajo, pero, sobre todo, por creer que ellos eran los responsables de su desgracia. Presentían haber sido despedidos por no haberse esforzado lo suficiente y creyeron que no encontraban trabajo porque poseían algún defecto. Lo cierto es que el problema no era ni su falta de voluntad ni sus deficiencias personales: la culpa era del sistema económico que no generó suficientes empleos para todos, pero eso no lo sabían quienes se suicidaron.
Quienes perdieron su empleo en 1929 cayeron en un error que les costó la vida. Confundieron un problema privado –estar desempleado– con un asunto público –una crisis económica–.
Un problema privado ocurre cuando unos cuantos comparten la misma situación. Es cuando, por ejemplo, se está desempleado en un país donde hay mucho empleo. Un asunto público afecta a muchos y tiene que ver con la organización de nuestra sociedad y de sus instituciones. Es cuando se está desempleado en un país donde hay efectivamente poco empleo.
Confundir problemas privados por asuntos públicos es un error que cometemos millones a diario y que duele:
– Cuando el gobierno recorta el presupuesto para educación, a Juan no le dan la beca: “Soy un perdedor”, se dice Juan a sí mismo.
– Cuando las mujeres son a menudo discriminadas en empresas, a Martha no la contratan: “Soy una perdedora”, se lamenta Martha.
– Cuando la homosexualidad es ilegal en la India, Pranab, que es homosexual, siente que no pertenece: “Hay algo mal en mí”, reflexiona Pranab.
– Cuando la publicidad muestra solo a mujeres con cuerpos delgados, Samantha ve que su cuerpo no es como el de los anuncios: “Soy fea”, se lamenta Samantha.
El problema con confundir lo privados con lo públicos es la sensación de fracaso personal que nos genera. La carga es demasiado grande. No solo nos ha pasado algo malo, sino que, además, cargamos con la culpa ello. Creemos que estaba en nuestras manos prevenir una situación que en realidad no lo estaba. Y al creernos responsables, sufrimos inútilmente cuando fracasamos y envidiamos intensamente cuando otros triunfan.
La carga se vuelve más llevadera cuando entendemos que las cuestiones que nos aquejan tienen que ver con miles de circunstancias que van más allá de nuestra fuerza de voluntad. La ansiedad que sentimos, nos damos cuenta, está ligada al bombardeo de anuncios y productos en las aparadores. La insatisfacción con nuestro noviazgo, comprendemos, es porque todas las películas nos dicen que debe ser perfecto. Nos sentimos atrapados en nuestro trabajo, al fin intuimos, es porque las oportunidades laborales son pocas y malas en nuestro país.
Así, la pesadez se transforma en la ligereza, y pasamos de ser los responsables de nuestros males a ser uno más de los que cargan con ese sufrimiento. Y así, también, el malestar y la indiferencia personal se transforman en bienestar e interés por resolver los problemas públicos que aquejan a otros como nosotros.
Durante la crisis económica de 1929 miles de personas se quedaron sin empleo y terminaron por suicidarse. Se suicidaron en parte por no tener trabajo, pero, sobre todo, por creer que ellos eran los responsables de su desgracia. Presentían haber sido despedidos por no haberse esforzado lo suficiente y creyeron que no encontraban trabajo porque poseían algún defecto. Lo cierto es que el problema no era ni su falta de voluntad ni sus deficiencias personales: la culpa era del sistema económico que no generó suficientes empleos para todos, pero eso no lo sabían quienes se suicidaron.
Quienes perdieron su empleo en 1929 cayeron en un error que les costó la vida. Confundieron un problema privado –estar desempleado– con un asunto público –una crisis económica–.
Un problema privado ocurre cuando unos cuantos comparten la misma situación. Es cuando, por ejemplo, se está desempleado en un país donde hay mucho empleo. Un asunto público afecta a muchos y tiene que ver con la organización de nuestra sociedad y de sus instituciones. Es cuando se está desempleado en un país donde hay efectivamente poco empleo.
Confundir problemas privados por asuntos públicos es un error que cometemos millones a diario y que duele:
– Cuando el gobierno recorta el presupuesto para educación, a Juan no le dan la beca: “Soy un perdedor”, se dice Juan a sí mismo.
– Cuando las mujeres son a menudo discriminadas en empresas, a Martha no la contratan: “Soy una perdedora”, se lamenta Martha.
– Cuando la homosexualidad es ilegal en la India, Pranab, que es homosexual, siente que no pertenece: “Hay algo mal en mí”, reflexiona Pranab.
– Cuando la publicidad muestra solo a mujeres con cuerpos delgados, Samantha ve que su cuerpo no es como el de los anuncios: “Soy fea”, se lamenta Samantha.
El problema con confundir lo privados con lo públicos es la sensación de fracaso personal que nos genera. La carga es demasiado grande. No solo nos ha pasado algo malo, sino que, además, cargamos con la culpa ello. Creemos que estaba en nuestras manos prevenir una situación que en realidad no lo estaba. Y al creernos responsables, sufrimos inútilmente cuando fracasamos y envidiamos intensamente cuando otros triunfan.
La carga se vuelve más llevadera cuando entendemos que las cuestiones que nos aquejan tienen que ver con miles de circunstancias que van más allá de nuestra fuerza de voluntad. La ansiedad que sentimos, nos damos cuenta, está ligada al bombardeo de anuncios y productos en las aparadores. La insatisfacción con nuestro noviazgo, comprendemos, es porque todas las películas nos dicen que debe ser perfecto. Nos sentimos atrapados en nuestro trabajo, al fin intuimos, es porque las oportunidades laborales son pocas y malas en nuestro país.
Así, la pesadez se transforma en la ligereza, y pasamos de ser los responsables de nuestros males a ser uno más de los que cargan con ese sufrimiento. Y así, también, el malestar y la indiferencia personal se transforman en bienestar e interés por resolver los problemas públicos que aquejan a otros como nosotros.