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Plantar un árbol es siempre una buena cosa, tener un hijo puede serlo en algunos casos, pero escribir un libro es casi invariablemente un desatino. Supongamos que todo el mundo acatara la recomendación de legar un volumen impreso; considerando nada más que la población actual, eso sumaría cinco mil quinientos millones de libros. Con el fin de representarnos semejante multitud, convengamos que cada unidad midiera veinticinco centímetros de altura por quince de ancho por tres de espesor. Entonces, resultaría que apilados tapa contra tapa formarían una columna de ciento sesenta y cinco mil kilómetros, vale decir, casi la mitad de distancia que nos separa de la Luna. Alineados a lo largo uno a uno formando un camino como de lajas, se extendería a un millón trescientos setenta y cinco mil kilómetros, Io que alcanzaría para dar casi treinta y cinco vueltas alrededor de la Tierra. (Si en cambio los alineáramos a lo ancho, el camino resultante permitiría rodear nuestro planeta solo veinte veces y media). Si dispusiéramos los libros uno junto a otro para formar con ellos una alfombra rectangular, cubriríamos de ese modo una superficie de algo más de doscientos kilómetros cuadrados, que corresponde aproximadamente al área de la Capital Federal. Si resolviéramos acopiar los libros en forma que se aproxime a un cubo, este contaría con una arista de unos cientos ochenta y cuatro metros, y su volumen sería más del doble de la pirámide de Keops.
Pero tal vez depare una representación más cabal de esa muchedumbre de libros el estimar la probabilidad que le asistiría a un autor cualquiera, de ser leído por alguien determinado. Con el fin de alcanzar esa estimación, supongamos que en ese mundo de escritores todos fueran, a la vez, lectores, y que lo fueran en grado de voracidad, de suerte que dieran cuenta de un libro por día a lo largo de setenta años cada uno. Así, todo habitante habría leído al cabo de su vida veintiún mil novecientos volúmenes. Ahora bien, esa cifra significa aproximadamente una cuatro millonésima parte del total, fracción que expresa la probabilidad que deseábamos establecer. Eso quiere decir que sería más fácil ganar siete veces una lotería como la que se jugaba en Tucumán, que ser leído una sola vez por un lector determinado en un mundo donde todos escribieran un libro. O, expresado de otra manera, para que fuese seguro que ese lector leyera un libro dado, sería necesario que viviera —sin dejar de leer— algo más de doscientos cincuenta mil años.
Tenga usted en cuenta que esas cifras de vértigo corresponden solo a la población actual, en el supuesto de que ninguna generación antes que la de hoy hubiera respondido a la máxima de que cada quien escriba su libro. Procure ahora imaginar usted cuál sería el monto de esas cifras, en el caso de que todos los hombres que en el mundo han sido hubiesen adoptado esa costumbre.
Pero si ese cálculo, con ser difícil, resulta posible, el de establecer la cuantía de lo escrito se torna irrealizable si ha de incluir monografías, artículos y papers de toda clase, como los que frenéticamente redactan los miembros de la comunidad académica.
Es claro, sin embargo, que en este último caso, el desatino de escribir goza de la circunstancia atenuante de no ser un acto voluntario, y de que sus autores han de incurrir en él no por gusto ni porque esperen ser leídos, sino por obligación institucional.
Digamos, en suma, que se escribe no para la memoria sino para el olvido, y que un buen ejemplo de esa sinrazón es el escrito que usted acaba de leer.