En la democracia ateniense, la igualdad en el gobierno por turnos se garantizaba hasta cierto punto mediante varias reglas obvias: duración breve de cada magistratura, prohibición de que una misma persona ejerciera un determinada magistratura más de una vez en toda su vida, elección de la mayor parte de las magistraturas por sorteo, libre e irrestricta presentación de candidaturas a las magistraturas elegidas (vgr. el generalato). Salta a la vista el contraste con la democracia chilena. (Como es sabido, esta tampoco asigna “un quantum igual” a cada miembro de la comunidad política, pues el voto de un residente en Aysén pesa en la elección de diputados bastante más que el de un residente en Puente Alto).
Aristóteles comenta que la segunda característica de la democracia, a saber, que por agregación numérica los pobres, que son la mayoría, suman más poder que los ricos, de hecho contraría la igualdad genuina, la cual implicaría que “los pobres no manden más que los ricos” (Pol. vi, 2, 1318a6-7). Godoy alude oportunamente a esta objeción de Aristóteles pero –hasta donde he podido ver (el libro no trae un índice de pasajes citados)– no menciona el sorprendente remedio propuesto por el filósofo, a saber, que el voto de cada ciudadano se pondere según el valor de sus propiedades; así, en una votación donde algunos ricos y muchos pobres favorecen una alternativa y muchos ricos y algunos pobres favorecen la otra, debe prevalecer el grupo de votantes cuyas propiedades sumadas valgan más que la suma de las propiedades del otro (Pol. vi, 2, 1318a30-38).
El peculiar sentido que asume en Aristóteles la palabra ‘igualdad’ (isotes) resalta especialmente a la luz de su doctrina acerca de la esclavitud. Como es sabido, el filósofo sostiene que hay hombres que “por naturaleza” (fusei) no se pertenecen a sí mismos sino a otro hombre, a cuyo servicio y bajo cuya tutela deben vivir (Pol. i, 2, 1254a14 ss.). Godoy expone esta doctrina en el lugar pertinente (pp. 126-129), y recuerda de cuando en cuando la existencia de esclavos (por ejemplo, en el párrafo arriba citado). Pero parece haberla olvidado cuando dice que “es obvio que la mayoría en una democracia no es la parte mayor de una minoría” (p. 272); pasaje que la nota 795 elucida así: “Las mayorías de los ciudadanos de las aristocracias y oligarquías son mayorías en el seno de minorías, que no es el caso de la mayoría democrática. La mayoría (plethos) es el pueblo, que son los más (hoipolloi) y la parte mayor de la ciudad”.
Tales observaciones sugieren que la idea de que el pensamiento político de Aristóteles podría ser un referente digno de tenerse en cuenta en nuestra propia práctica política respondería quizás a una voluntad de frenar los cambios estructurales de nuestra sociedad democrática que una mayoría –no ponderada por el nivel de ingresos– reclama.
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En la democracia ateniense, la igualdad en el gobierno por turnos se garantizaba hasta cierto punto mediante varias reglas obvias: duración breve de cada magistratura, prohibición de que una misma persona ejerciera un determinada magistratura más de una vez en toda su vida, elección de la mayor parte de las magistraturas por sorteo, libre e irrestricta presentación de candidaturas a las magistraturas elegidas (vgr. el generalato). Salta a la vista el contraste con la democracia chilena. (Como es sabido, esta tampoco asigna “un quantum igual” a cada miembro de la comunidad política, pues el voto de un residente en Aysén pesa en la elección de diputados bastante más que el de un residente en Puente Alto).
Aristóteles comenta que la segunda característica de la democracia, a saber, que por agregación numérica los pobres, que son la mayoría, suman más poder que los ricos, de hecho contraría la igualdad genuina, la cual implicaría que “los pobres no manden más que los ricos” (Pol. vi, 2, 1318a6-7). Godoy alude oportunamente a esta objeción de Aristóteles pero –hasta donde he podido ver (el libro no trae un índice de pasajes citados)– no menciona el sorprendente remedio propuesto por el filósofo, a saber, que el voto de cada ciudadano se pondere según el valor de sus propiedades; así, en una votación donde algunos ricos y muchos pobres favorecen una alternativa y muchos ricos y algunos pobres favorecen la otra, debe prevalecer el grupo de votantes cuyas propiedades sumadas valgan más que la suma de las propiedades del otro (Pol. vi, 2, 1318a30-38).
El peculiar sentido que asume en Aristóteles la palabra ‘igualdad’ (isotes) resalta especialmente a la luz de su doctrina acerca de la esclavitud. Como es sabido, el filósofo sostiene que hay hombres que “por naturaleza” (fusei) no se pertenecen a sí mismos sino a otro hombre, a cuyo servicio y bajo cuya tutela deben vivir (Pol. i, 2, 1254a14 ss.). Godoy expone esta doctrina en el lugar pertinente (pp. 126-129), y recuerda de cuando en cuando la existencia de esclavos (por ejemplo, en el párrafo arriba citado). Pero parece haberla olvidado cuando dice que “es obvio que la mayoría en una democracia no es la parte mayor de una minoría” (p. 272); pasaje que la nota 795 elucida así: “Las mayorías de los ciudadanos de las aristocracias y oligarquías son mayorías en el seno de minorías, que no es el caso de la mayoría democrática. La mayoría (plethos) es el pueblo, que son los más (hoipolloi) y la parte mayor de la ciudad”.
Tales observaciones sugieren que la idea de que el pensamiento político de Aristóteles podría ser un referente digno de tenerse en cuenta en nuestra propia práctica política respondería quizás a una voluntad de frenar los cambios estructurales de nuestra sociedad democrática que una mayoría –no ponderada por el nivel de ingresos– reclama.
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denada