indiraberruz
De la misma forma que podemos clasificar tres tipos de capitalismo (capitalismo mercantil, capitalismo industrial y capitalismo financiero) que corresponden a fases distintas donde predomina uno u otro, se pueden identificar tres tipos de burguesía: burguesía conservadora, burguesía progresista y burguesía hedonista.Por mucho que lo ignore la masa burguesa, y por mucho que lo nieguen los llamados nacionalistas «revolucionarios» o «socialistas», el nacionalismo ha nacido, ha crecido y se ha desenvuelto estrechamente con la burguesía, y por tanto, ha venido nutriéndose, adaptándose o siendo condicionada por el tipo de «clientela» o «plantilla» burguesa que predomina en cada fase. Tanto antes como ahora podemos reconocer sin mucha dificultad a los nacionalismos por su egoísmo ciego, por su exclusivismo intransigente, por su voluntad cruda de poderío, por fomentar constantemente el antagonismo entre naciones, etnias o territorios, y suscitar permanentemente querellas, confrontaciones y guerras entre los pueblos.Pero antes, al menos, podían reconocerse unos nacionalismos que también defendían la dignidad de una diferenciación nacional (virtual o real) y afirmaban una identidad propia más o menos definida (presente, deseada o mítica), por lo que no necesitaban constantemente denigrar a otros pueblos. Lo hacían, sí, pero no insistían siempre (o al menos no únicamente) en atacar o denigrar al Otro, a los señalados como diferentes. Porque, además, en la defensa de esas identidades propias, los nacionalismos solían incorporar como parte de sus naciones correspondientes, bien los valores laboriosos y ahorrativos que compartía con la burguesía conservadora, bien las ideas de satisfacción y fe en el progreso de la burguesía desarrollista, o bien los valores tradicionales de honor, generosidad y valentía del viejo régimen que aún se conservaban, más o menos, en ámbitos rurales y nobiliarios, viejos valores que intentaban restaurar o «recargar». Pero los nacionalismos actuales, es decir, el nacionalismo «realmente existente» no tiene nada de eso. Ya ni intenta apelar a una identidad definida, porque la clientela burguesa, pequeño-burguesa o lumpen-burguesa a la que se dirige y atrae, hace ya tiempo que abandonó aquellas fases de las burguesías conservadora y progresista, y no digamos todo vestigio de la sociedad basada en códigos de honor (la del viejo régimen).Las burguesías de ayer tenían, por lo menos, vergüenza (aunque fuera un sentido de la vergüenza sometida a convencionalismos y con una carga hipócrita considerable). La burguesía postmoderna ha perdido la vergüenza. En la burguesía actual no domina la hipocresía sino el cinismo. Así pues, el nacionalismo, hoy, no encuentra nada de valor que merezca la pena defender en el pueblo, en la raza, en la etnia, en la cultura o en la tierra que dice «defender» o representar. Y por eso, porque no encuentra nada digno en lo «propio», en lo «nuestro», no le queda otra que centrarse únicamente en las campañas de miedo, de rechazo y de odio al Otro. Lo dijo claramente hace unos años el entonces presidente de Tierra y Pueblo, Enrique Ravello: «por supuesto, lo único que, en definitiva, puede dar cohesión a un pueblo es que comparta y herede prejuicios y odios comunes hacia otras identidades». Quien no encuentra en sí mismo más que el desierto, no halla más que mezquindad y el egoísmo más obtuso, no le queda otra que denigrar permanentemente a los demás. Ya se sabe: «piensa el ladrón que todos son de su condición». Los nacionalismos de ayer, en la medida que identificaban y trataban de conservar o de «recargar» -con más o menos errores y contaminaciones- valores como el honor, la generosidad, la valentía o la laboriosidad, tenían la capacidad de poder reconocer los mismos valores o disposiciones similares en otros pueblos.En los nacionalismos de hoy, eso es IMPOSIBLE.De donde no hay nada, no sólo nada se puede sacar, sino que además de nada positivo pueden contagiarse. En conclusión, de la misma forma que la burguesía ha ido evolucionando a peor (o como sintetiza Alain de Benoist en su ensayo «El Burgués: paradigma del hombre moderno»: «sucede simplemente que el burgués “ha creado su mundo”, y en este mundo las antiguas virtudes [que antes mantenía] ya no tienen necesidad de encarnarse de forma ejemplar en los individuos»), los nacionalismos han perdido definitivamente cualquier aspecto positivo que pudieron ofrecer ayer, y sólo se han quedado -intensificándolo- con sus peores aspectos.
Tanto antes como ahora podemos reconocer sin mucha dificultad a los nacionalismos por su egoísmo ciego, por su exclusivismo intransigente, por su voluntad cruda de poderío, por fomentar constantemente el antagonismo entre naciones, etnias o territorios, y suscitar permanentemente querellas, confrontaciones y guerras entre los pueblos.Pero antes, al menos, podían reconocerse unos nacionalismos que también defendían la dignidad de una diferenciación nacional (virtual o real) y afirmaban una identidad propia más o menos definida (presente, deseada o mítica), por lo que no necesitaban constantemente denigrar a otros pueblos. Lo hacían, sí, pero no insistían siempre (o al menos no únicamente) en atacar o denigrar al Otro, a los señalados como diferentes. Porque, además, en la defensa de esas identidades propias, los nacionalismos solían incorporar como parte de sus naciones correspondientes, bien los valores laboriosos y ahorrativos que compartía con la burguesía conservadora, bien las ideas de satisfacción y fe en el progreso de la burguesía desarrollista, o bien los valores tradicionales de honor, generosidad y valentía del viejo régimen que aún se conservaban, más o menos, en ámbitos rurales y nobiliarios, viejos valores que intentaban restaurar o «recargar».
Pero los nacionalismos actuales, es decir, el nacionalismo «realmente existente» no tiene nada de eso. Ya ni intenta apelar a una identidad definida, porque la clientela burguesa, pequeño-burguesa o lumpen-burguesa a la que se dirige y atrae, hace ya tiempo que abandonó aquellas fases de las burguesías conservadora y progresista, y no digamos todo vestigio de la sociedad basada en códigos de honor (la del viejo régimen).Las burguesías de ayer tenían, por lo menos, vergüenza (aunque fuera un sentido de la vergüenza sometida a convencionalismos y con una carga hipócrita considerable). La burguesía postmoderna ha perdido la vergüenza. En la burguesía actual no domina la hipocresía sino el cinismo.
Así pues, el nacionalismo, hoy, no encuentra nada de valor que merezca la pena defender en el pueblo, en la raza, en la etnia, en la cultura o en la tierra que dice «defender» o representar. Y por eso, porque no encuentra nada digno en lo «propio», en lo «nuestro», no le queda otra que centrarse únicamente en las campañas de miedo, de rechazo y de odio al Otro. Lo dijo claramente hace unos años el entonces presidente de Tierra y Pueblo, Enrique Ravello: «por supuesto, lo único que, en definitiva, puede dar cohesión a un pueblo es que comparta y herede prejuicios y odios comunes hacia otras identidades».
Quien no encuentra en sí mismo más que el desierto, no halla más que mezquindad y el egoísmo más obtuso, no le queda otra que denigrar permanentemente a los demás. Ya se sabe: «piensa el ladrón que todos son de su condición».
Los nacionalismos de ayer, en la medida que identificaban y trataban de conservar o de «recargar» -con más o menos errores y contaminaciones- valores como el honor, la generosidad, la valentía o la laboriosidad, tenían la capacidad de poder reconocer los mismos valores o disposiciones similares en otros pueblos.En los nacionalismos de hoy, eso es IMPOSIBLE.De donde no hay nada, no sólo nada se puede sacar, sino que además de nada positivo pueden contagiarse.
En conclusión, de la misma forma que la burguesía ha ido evolucionando a peor (o como sintetiza Alain de Benoist en su ensayo «El Burgués: paradigma del hombre moderno»: «sucede simplemente que el burgués “ha creado su mundo”, y en este mundo las antiguas virtudes [que antes mantenía] ya no tienen necesidad de encarnarse de forma ejemplar en los individuos»), los nacionalismos han perdido definitivamente cualquier aspecto positivo que pudieron ofrecer ayer, y sólo se han quedado -intensificándolo- con sus peores aspectos.