En estos días se nos ha ido a sus 94 años. Al leer la triste noticia, volví a un lugar bien perdido de la infancia, entre esos 10 y 13 años de edad. Entonces era evangélico pentecostal. Leía, estudiaba, memoriza la Biblia. Como la pobreza no daba para mucho y mis deseos de superar el ejemplar del Nuevo Testamento que regalaba la Sociedad Gidion, me atreví a visitar la Sociedad Bíblica Dominicana en su local de la Calle El Conde. Pedí hablar con su Director, y sin tener que gastar muchos argumentos, don Álvaro me regaló un hermoso ejemplar de la Palabra Divina. Mi curiosidad me llevó a regresar no sé cuántas veces para conversar sobre esos temas siempre vitales en versión de Casiodoro de Reina.
Un día don Álvaro me puso en la mano un viejo ejemplar de la Biblia. Me pidió que lo abriera y leyera un nombre escrito a mano, con una caligrafía típica de aquellos manuales de Palmer. El nombre me sorprendió: el propietario de ese ejemplar había sido el General Gregorio Luperón.
A diferencia de la generalidad de los evangélicos con los que convivía, desde la voz candente del predicador Yiye Ávila hasta la más suave del hermano David García, las palabras y gestos del Reverendo Álvaro Vicioso Santil estaban envueltos en la tranquilidad y la claridad de la exposición.
Lo oí muchas veces: en la Iglesia de las Asambleas de Dios, en la Iglesia Pentecostal donde era miembro, junto al pastor Braulio Portes en la Iglesia de la Calle Pina.
Siempre era un placer. Es más: diría que era una iluminación el oírlo, el tenerlo tan cerca.
Vuelvo de repente a aquellos años parados en 1974. Vuelvo a esta Biblia que seguí leyendo, más allá de los regímenes evangélicos, y que siempre resulta tan gratificante. Pienso en don Álvaro, en su bondad, en ese como caminar sobre nubes o flores. ¡Tanto cariño contenido en una persona!
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Un día don Álvaro me puso en la mano un viejo ejemplar de la Biblia. Me pidió que lo abriera y leyera un nombre escrito a mano, con una caligrafía típica de aquellos manuales de Palmer. El nombre me sorprendió: el propietario de ese ejemplar había sido el General Gregorio Luperón.
A diferencia de la generalidad de los evangélicos con los que convivía, desde la voz candente del predicador Yiye Ávila hasta la más suave del hermano David García, las palabras y gestos del Reverendo Álvaro Vicioso Santil estaban envueltos en la tranquilidad y la claridad de la exposición.
Lo oí muchas veces: en la Iglesia de las Asambleas de Dios, en la Iglesia Pentecostal donde era miembro, junto al pastor Braulio Portes en la Iglesia de la Calle Pina.
Siempre era un placer. Es más: diría que era una iluminación el oírlo, el tenerlo tan cerca.
Vuelvo de repente a aquellos años parados en 1974. Vuelvo a esta Biblia que seguí leyendo, más allá de los regímenes evangélicos, y que siempre resulta tan gratificante. Pienso en don Álvaro, en su bondad, en ese como caminar sobre nubes o flores. ¡Tanto cariño contenido en una persona!
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