Durante la Colonia el derecho soberano de juzgar y administrar justicia se encontraba en manos de la Corona española, la cual saturaba a los funcionarios reales con múltiples jurisdicciones y complejos procesos de apelación, que trataban de simplificar los constituyentes de Cádiz por medio de las tres instancias.
A lo largo del siglo xix, en distintos países europeos se puso en cuestión la relación entre el Estado y la Iglesia y se debatió el papel que esta desempeñaba en la política nacional, los efectos de su injerencia en cuestiones políticas y las medidas deseables para contrarrestar esa situación1. La pretensión de los Estados de recortar esferas de intervención de la Iglesia dentro de la administración influyó en los territorios colonizados por las potencias europeas. Sin embargo, en los imperios ibéricos el debate fue más complejo por varios motivos: en primer lugar, por la función que los misioneros venían desempeñando desde hacía siglos, una dinámica que en el siglo xix, lejos de disminuir, incrementó su desarrollo, con lo que se multiplicó la presencia de órdenes religiosas en las colonias; y, en segundo lugar, por la importancia que la religión tenía dentro de la acción colonizadora, al haberse convertido en punta de lanza de numerosas ocupaciones territoriales, en justificación moral de esas acciones, y en uno de los instrumentos más utilizado para conseguir el control sobre las poblaciones colonizadas. Por ello, todavía en el siglo xix se consideraba que, con independencia de lo que se decidiera en las metrópolis, los misioneros, en las colonias, suponían un apoyo esencial del cual no era conveniente prescindir. Tal situación generó que, con frecuencia, se produjera una divergencia entre la política religiosa seguida en la metrópoli y en las colonias, en las cuales no siempre se aplicaron las medidas adoptadas en el primero de esos espacios. Sin embargo, también en los territorios ultramarinos se manifestó una creciente tensión entre buena parte de las autoridades coloniales y los religiosos en relación a la gobernación de esos espacios y los delicados equilibrios de poder e influencia sobre las poblaciones autóctonas.
2Esa situación tuvo un fiel reflejo en Filipinas, hasta que se convirtió en uno de los asuntos principales que se dirimió en las últimas décadas de la colonización española. Aunque las órdenes religiosas ocupaban un lugar muy destacado dentro del entramado colonial y, desbordando su labor evangélica, se habían convertido en intermediarias entre la administración y la población, en el último tercio del siglo xix su labor fue cada vez más cuestionada por distintos círculos. En esa tesitura, las autoridades se debatieron entre la convicción de que no se podía prescindir de los frailes y los deseos de reformar las bases de gobierno en el archipiélago. Desde esa perspectiva, en este artículo, centrado en una época en la cual el Gobierno metropolitano impulsó una política reformista, que en Filipinas los sectores más inmovilistas juzgaron como una amenaza a la soberanía española porque daría nuevas alas a los movimientos nacionalistas filipinos, se analizan las relaciones entre el Gobierno colonial y las órdenes religiosas durante los mandatos de tres gobernadores generales: Emilio Terrero y Perinat (1885-1888), Valeriano Weyler y Nicolau (1888-1891) y Eulogio Despujol y Dusay (1891-1893), donde se definen los objetivos de gobierno de cada uno de ellos, los problemas que tuvieron que afrontar y el papel que desempeñaron los frailes en ellos, a veces como aliados, a veces como enemigos, en un constante enfrentamiento entre diferentes concepciones sobre la mejor manera de gobernar las islas (véase mapa).
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Durante la Colonia el derecho soberano de juzgar y administrar justicia se encontraba en manos de la Corona española, la cual saturaba a los funcionarios reales con múltiples jurisdicciones y complejos procesos de apelación, que trataban de simplificar los constituyentes de Cádiz por medio de las tres instancias.
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A lo largo del siglo xix, en distintos países europeos se puso en cuestión la relación entre el Estado y la Iglesia y se debatió el papel que esta desempeñaba en la política nacional, los efectos de su injerencia en cuestiones políticas y las medidas deseables para contrarrestar esa situación1. La pretensión de los Estados de recortar esferas de intervención de la Iglesia dentro de la administración influyó en los territorios colonizados por las potencias europeas. Sin embargo, en los imperios ibéricos el debate fue más complejo por varios motivos: en primer lugar, por la función que los misioneros venían desempeñando desde hacía siglos, una dinámica que en el siglo xix, lejos de disminuir, incrementó su desarrollo, con lo que se multiplicó la presencia de órdenes religiosas en las colonias; y, en segundo lugar, por la importancia que la religión tenía dentro de la acción colonizadora, al haberse convertido en punta de lanza de numerosas ocupaciones territoriales, en justificación moral de esas acciones, y en uno de los instrumentos más utilizado para conseguir el control sobre las poblaciones colonizadas. Por ello, todavía en el siglo xix se consideraba que, con independencia de lo que se decidiera en las metrópolis, los misioneros, en las colonias, suponían un apoyo esencial del cual no era conveniente prescindir. Tal situación generó que, con frecuencia, se produjera una divergencia entre la política religiosa seguida en la metrópoli y en las colonias, en las cuales no siempre se aplicaron las medidas adoptadas en el primero de esos espacios. Sin embargo, también en los territorios ultramarinos se manifestó una creciente tensión entre buena parte de las autoridades coloniales y los religiosos en relación a la gobernación de esos espacios y los delicados equilibrios de poder e influencia sobre las poblaciones autóctonas.
2Esa situación tuvo un fiel reflejo en Filipinas, hasta que se convirtió en uno de los asuntos principales que se dirimió en las últimas décadas de la colonización española. Aunque las órdenes religiosas ocupaban un lugar muy destacado dentro del entramado colonial y, desbordando su labor evangélica, se habían convertido en intermediarias entre la administración y la población, en el último tercio del siglo xix su labor fue cada vez más cuestionada por distintos círculos. En esa tesitura, las autoridades se debatieron entre la convicción de que no se podía prescindir de los frailes y los deseos de reformar las bases de gobierno en el archipiélago. Desde esa perspectiva, en este artículo, centrado en una época en la cual el Gobierno metropolitano impulsó una política reformista, que en Filipinas los sectores más inmovilistas juzgaron como una amenaza a la soberanía española porque daría nuevas alas a los movimientos nacionalistas filipinos, se analizan las relaciones entre el Gobierno colonial y las órdenes religiosas durante los mandatos de tres gobernadores generales: Emilio Terrero y Perinat (1885-1888), Valeriano Weyler y Nicolau (1888-1891) y Eulogio Despujol y Dusay (1891-1893), donde se definen los objetivos de gobierno de cada uno de ellos, los problemas que tuvieron que afrontar y el papel que desempeñaron los frailes en ellos, a veces como aliados, a veces como enemigos, en un constante enfrentamiento entre diferentes concepciones sobre la mejor manera de gobernar las islas (véase mapa).
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