“Era una joven de singular belleza, y tan alegre como amable. En mala hora vio al pintor, se enamoró y se casó con él. Tenía él un carácter apasionado, estudioso y austero, y ya estaba casado con el Arte. Ella era joven, de belleza incomparable, toda luz y sonrisas, traviesa como un cervatillo. Lo amaba todo y solo odiaba el Arte, que era su rival. Su único temor eran la paleta, los pinceles y demás utensilios fastidiosos, que la privaban de la presencia de su amante esposo.
De ahí que le causara un hondo pesar escuchar de labios del pintor que también quería retratarla a ella. Pero era humilde y obediente, y durante largas semanas posó dócilmente en la oscura y alta habitación de la torre, donde la luz solo caía desde arriba sobre el pálido lienzo.
Pero él, el pintor, se enardecía únicamente con su trabajo, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Era un hombre apasionado, vehemente y caprichoso, que se perdía en sus ensueños y era incapaz de ver que la luz que entraba, lívida, en aquella torre solitaria marchitaba la salud y la vitalidad de su mujer, que se consumía a la vista de todos, salvo para él.
Ella, no obstante, continuaba sonriendo, sin quejarse nunca, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran prestigio, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, de día y de noche, para trasladar al lienzo la imagen de la mujer que tanto lo amaba y que no dejaba de languidecer y debilitarse.
Y, en verdad, algunos de los que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de un parecido extraordinario, insuperable, prueba no solo del genio del pintor, sino también del profundo amor que su modelo le inspiraba.
Pero al final, cuando el trabajo se acercaba a su término, no se permitió a nadie que visitara la torre. El pintor había enloquecido por el ardor de su trabajo, y apartaba los ojos rara vez del lienzo. Ni siquiera miraba el rostro de su esposa. No advertía, o no quería ver, que los colores que extendía sobre el lienzo los arrancaba de las mejillas de la mujer que estaba sentada a su lado.
Y al cabo de muchas semanas, cuando ya quedaba muy poco por hacer, salvo aplicar una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el alma de la mujer vaciló, como la llama de una lámpara a punto de apagarse.
Entonces el pintor dio la última pincelada, aplicó el matiz y quedó en trance ante el retrato acabado.
Seguía absorto en su contemplación cuando de pronto se estremeció de horror y palideció.
— ¡Sí, es exactamente eso, es la vida misma! —gritó con todas sus fuerzas.
Se volvió de improviso para contemplar a su amada y descubrió que estaba muerta”.
Respuesta:
la siguiente
Explicación:
“Era una joven de singular belleza, y tan alegre como amable. En mala hora vio al pintor, se enamoró y se casó con él. Tenía él un carácter apasionado, estudioso y austero, y ya estaba casado con el Arte. Ella era joven, de belleza incomparable, toda luz y sonrisas, traviesa como un cervatillo. Lo amaba todo y solo odiaba el Arte, que era su rival. Su único temor eran la paleta, los pinceles y demás utensilios fastidiosos, que la privaban de la presencia de su amante esposo.
De ahí que le causara un hondo pesar escuchar de labios del pintor que también quería retratarla a ella. Pero era humilde y obediente, y durante largas semanas posó dócilmente en la oscura y alta habitación de la torre, donde la luz solo caía desde arriba sobre el pálido lienzo.
Pero él, el pintor, se enardecía únicamente con su trabajo, que avanzaba de hora en hora, de día en día. Era un hombre apasionado, vehemente y caprichoso, que se perdía en sus ensueños y era incapaz de ver que la luz que entraba, lívida, en aquella torre solitaria marchitaba la salud y la vitalidad de su mujer, que se consumía a la vista de todos, salvo para él.
Ella, no obstante, continuaba sonriendo, sin quejarse nunca, porque veía que el pintor, que disfrutaba de gran prestigio, trabajaba con un placer fervoroso y ardiente, de día y de noche, para trasladar al lienzo la imagen de la mujer que tanto lo amaba y que no dejaba de languidecer y debilitarse.
Y, en verdad, algunos de los que contemplaban el retrato hablaban en voz baja de un parecido extraordinario, insuperable, prueba no solo del genio del pintor, sino también del profundo amor que su modelo le inspiraba.
Pero al final, cuando el trabajo se acercaba a su término, no se permitió a nadie que visitara la torre. El pintor había enloquecido por el ardor de su trabajo, y apartaba los ojos rara vez del lienzo. Ni siquiera miraba el rostro de su esposa. No advertía, o no quería ver, que los colores que extendía sobre el lienzo los arrancaba de las mejillas de la mujer que estaba sentada a su lado.
Y al cabo de muchas semanas, cuando ya quedaba muy poco por hacer, salvo aplicar una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el alma de la mujer vaciló, como la llama de una lámpara a punto de apagarse.
Entonces el pintor dio la última pincelada, aplicó el matiz y quedó en trance ante el retrato acabado.
Seguía absorto en su contemplación cuando de pronto se estremeció de horror y palideció.
— ¡Sí, es exactamente eso, es la vida misma! —gritó con todas sus fuerzas.
Se volvió de improviso para contemplar a su amada y descubrió que estaba muerta”.
Respuesta:
diptongos del cuento retrato oval